sábado, 26 de diciembre de 2009

APOLOGÍA DE KELSEN

Desde hace un quinquenio que vengo defendiendo a Kelsen (sin éxito por cierto) de los juicios desprevenidos y maliciosos que pululan impunemente por nuestra facultad (y por muchos otros lares). Luego de fijar mi atención en el estudio del sistema penal terminé por quedar fatalmente inscrito en este espinoso derrotero. Así, andando, me he topado con el profesor español Juan Antonio García Amado, quien, cual selecto camarada en este sendero, ha escrito en pro de Kelsen lo que me hubiese gustado escribir para justificar mi propia apología. ¿Para qué darme la molestia de decir lo que él ha dicho magistralmente? 

¿Por qué se miente sobre Kelsen en las aulas y los libros? Por ignorancia y por mala fe. Por ignorancia, porque una cosa es citar y otra haber leído. Pero sobre todo hay mala fe. Kelsen resulta odioso a muchos, que optan por injuriarlo. Resulta odioso a totalitarios, nacionalistas, iusnaturalistas (con o sin sotana), políticos disfrazados de científicos del Derecho que quieren que las decisiones jurídicas sean exactamente como a ellos les gusta y les conviene, defensores del activismo judicial siempre y cuando que lo jueces sean amigos suyos o de su misma camada, ponderadores de valores y derechos que creen que éstos pueden pesarse igual que se pesan las papas o las zanahorias en el mercado, profetas de la constitución material que materialmente viven de la constitución, profesores nacionales con doctorado extranjero que defienden, paradójicamente, una ciencia jurídica puramente autóctona. Y tantos otros. Los primeros fueron aquellos antiguos juristas nazis que lo llamaban “perro judío” en tiempos de Hitler y que, después de 1945, convertidos en grandes demócratas y moralistas sin tacha, siguieron echándole las culpas de todos los males pasados.Se detesta a Kelsen porque el pensamiento jurídico y político kelseniano fue radicalmente desmitificador, ferozmente crítico con la impostura de tanta metafísica jurídica al servicio de simples afanes de dominación que se niegan a pasar por las urnas, con la falsedad de tanto absolutismo moral que sirve ante todo para estar a bien con los poderes establecidos y dar la razón al tirano de turno, y con tantas ínfulas de elevación moral de altos jueces que lo son porque jamás contradicen al poder que los nombra en las cosas que a éste más le duelen.

Toda la “teoría pura” kelseniana se puede sintetizar en una fórmula bien simple: si usted, profesor, quiere hacer auténtica ciencia jurídica, describa las normas jurídicas en vigor y explique de cuántas maneras pueden interpretarse. Pero si lo que a usted le gusta es dictaminar sobre cuáles son justas e injustas, cuáles deben o no deben ser aplicadas y cómo deben los jueces fallar exactamente cada caso, reconozca honestamente que usted anda haciendo política e intenta que la práctica del Derecho pase por el aro de sus personales convicciones. Está en su derecho, pero llame a las cosas por su nombre y no disfrace de ciencia perfecta su ideología particular. Por eso Kelsen molesta tanto a toda esa sarta de charlatanes que fingen que sus palabras expresan la verdad objetiva sobre el Derecho y no la mera opinión personal de individuos que sólo quieren más influencia social y mejor sueldo.

De todas las mentiras que los profesores suelen decir sobre Kelsen, hay dos particularmente burdas y, por ello, de enorme éxito. Una, que su teoría de la aplicación del Derecho ve la decisión judicial como puro silogismo y mera subsunción. La otra, que el pensamiento jurídico y político de Kelsen lleva a un conservadurismo radical y es culpable hasta de las atrocidades jurídicas del nazismo. Hoy diremos algo solamente de la primera y dejaremos para otro día la relación entre Kelsen y la política democrática.

Kelsen está en las antípodas de cualquier visión de la decisión judicial como simple operación subsuntiva determinada únicamente por las reglas de la lógica. Basta leer el capítulo final de la Teoría pura del derecho, en cualquiera de sus ediciones, para comprobarlo sin duda posible. A diferencia del puro científico, que describe el Derecho sin valorarlo, el juez no puede fallar sin la mediación de sus juicios de valor, pues ha de valorar las pruebas de los hechos y ha de valorar también cuál es la interpretación preferible de las normas que concurran, entre otras cosas.

La decisión judicial es actividad valorativa, y desde el relativismo ético kelseniano no hay pauta objetiva ni verdad posible en materia de juicios de valor. Por eso son tan marcados los tintes irracionalistas con los que Kelsen pinta la decisión judicial. Todo lo contrario de aquel racionalismo ingenuo y aquella pretensión de pura objetividad judicial que era propia del positivismo del siglo XIX y que reaparece hoy en cierto neoconstitucionalismo y sus ponderaciones. El propio Kelsen escribió contra la teoría de la subsunción en términos que no dejan dudas, mostrando la raigambre iusnaturalista de dicho enfoque, como teoría que piensa que el juez halla su decisión plenamente prescrita y preescrita en la ley, del mismo modo que el legislador encuentra la suya en el orden natural o en el orden divino de la Creación (cfr. Su Naturrecht und positives Recht). Es más, dice Kelsen que la teoría del juez como mero autómata se corresponde con “la ideología de la monarquía constitucional: el juez, que se ha hecho independiente del monarca, no debe ser consciente del poder que la ley le otorga, que no puede dejar de otorgarle por su carácter de ley general. El juez debe creer que es mero autómata, que no produce Derecho creativamente, sino Derecho ya producido, que encuentra en la ley una decisión ya acabada y lista” (Wer soll der Hüter der Verfassung sein?).

Sobre el otro asunto, sugiero a los interesados que vayan leyendo un libro capital de Kelsen, su Esencia y valor de la democracia. Luego que nos vengan los totalitarios resentidos a cargarle a él sus faltas. En la historia universal de la infamia los profesores de Derecho suelen ocupar lugares de honor.

viernes, 25 de diciembre de 2009

CUANDO CREÍAS UN POQUITO MENOS EN DIOS

Se acuerda de cuando era niño
De las cosas que hizo de joven
Pero no podrá acordarse nunca
De las cosas que nunca realizó

Cuando hacía frío en tus manos de lluvia
Cuando creías un poquito menos en Dios
(y cuando la sopa que le dieron al niño estaba un tantito chuma)
Cuando estabas harta de subir a una combi
Cuando tenías miedo de respirar y respirar
Cuando no estabas en línea y detestabas Cono Norte
Cuando a la fuerza le metías una palta madura al pan
Cuando te ponías un rojo oscuro en los labios
Cuando reías sin dormir (yo me daba cuenta chiquita)
Cuando te olvidabas de su nombre
Cuando faltabas a nuestras citas
(y cuando llegabas tarde)
Cuando hablabas del planeta y sus miserias
Cuando una huelga de hambre te hacía bostezar
Cuando tus palabras se comían a las mías
Cuando te miraba de reojo, por esa hendija bien discreta
Cuando destrozabas el parco tocador
Cuando indiferente acariciabas a tus gatos
Cuando empujabas mis canciones
Cuando hurgabas mi mochila
(y encontrabas tus aretes)
Cuando todo eso sucedía
tus hombros caían al suelo... al suelo...
de a poquitos, de a poquitos...
como una burbuja débil, muy débil...
como esa sonrisa dividida, muy dividida...
como una nube celeste, celeste, bien celeste...
como esa lágrima aferrándose a tu mejilla, a tu mejilla...
como esos tus ojitos abriéndose lentitos al dormir...
como esos tus dientes cuando se despiden lentamente, dolorosamente...
como ese anciano cuando llora despacito, despacito,
bien despacito para que nadie se de cuenta...

SI TAN SOLO DEJARAS DE HACER CHOCOLATE EN NAVIDAD


A continuación un puñadito de cositas que me
duelen en momentos en los que pierdo las alas...
cual Ícaro de segunda y tercera mano...

Estas a dos palabras de mí...
Si tan solo dejaras de hacer chocolate en navidad
Si tan solo dejaras de comprar fideos a granel
Si tan solo dejaras de citarlo
(en la Goyeneche con Paucarpata)
Si tan solo te gustaran los tamales con ají
Si tan solo dejaras de emocionarte con Chayanne
Si tan solo te quitaras los zapatos al mirarme
Si tan solo te asomaras a la universidad
Si tan solo comentaras mi blog con un trozito de lápiz
Si tan solo dejaras el rimmel por una semana
Si tan solo me timbraras de costadito
Si tan solo me hubieras llevado a la piscina de tu tina
Si tan solo lloviera sobre tus hombros abrigados
Si tan solo vinieras más temprano por las tardes
Estas sin darte cuenta y no dices nada...
Si tan solo buscaras lo que yo encontré en tu no sé dónde
Si tan solo hubieras ido al concierto de Daniel
(yo te habría endosado mi sitio)
Si tan solo olvidaras que tienes un padre que te espera
Si tan solo, por un milagro del pan, vinieras a Contranatura
(con una chompa celeste, celeste como los miedos que dejé esperando)
Ahora estas a cinco palabras de mí y no se te ocurre nada...
Si tan solo le pusieras tilde a mi nombre
Si tan solo dejaras de fijarte en él cuando estoy contigo
(mira que él no sabe que el ají te encanta)
Si tan solo te recogieras el pelo
Si tan solo me dejaras tu sombra
Si tan solo existieras, si tan solo existieras
Yo sabría que los remanentes de este sentimiento,
valieron y valen la pena...
Yo sabría que las veces que no me llamas
es porque no tienes saldo
Yo sabría que, como ningún otro ocaso,
es-te-li-bro-es-tu-yo.

A GUISA DE INTRODUCCIÓN

Contra todo lo que podría esperar un lector poco atento
de Nietzsche, no son las obras ni la insondable ambigüedad

de la acción lo que define para él la nobleza de un hombre,
sino su fe. La fe: es decir,“una certeza básica que un alma
tiene acerca de sí misma, algo que no se puede buscar, ni
encontrar, ni, acaso, tampoco perder: el respeto a sí misma.”
Juan Carlos Valdivia Cano


Un malpensado como don Friedrich Nietzsche, el más psicólogo entre los psicólogos que hasta hoy han sido, no dudaría un segundo en juzgar –estimo yo– que este flojo y desabrido blog no es otra cosa que la caprichosa pataleta de un mocoso arrebatado, engreído y desubicado; a quien, muy lastimosamente, la suprema incomprensión de la voluntad de poder en su versión académica, esto es, la voluntad de poder en su disfraz dizque intelectual, a punta de resquemores y cual fuerza física irresistible, le ha compelido a despedir sus primeras y purulentas secreciones.

Este sumo pontífice de la videncia psicológica, cual espada del augurio, puede escarbar y husmear mi alma defectuosa (y mi cuerpo desvaído) para, de pronto y sin permiso, juzgar lo que mejor le venga en gana o lo que más se acomode al gusto de su paladar. No he de mostrar reluctancia a sus desvelos por cuanto le está permitido toda vez que es su arte y su derecho ganado a pulso. Mas, me pregunto, ¿tendrá razón?, ¿no tengo derecho, acaso, a no mostrarme tal cual soy?

Pero en fin, lo incontestable es que su sano escepticismo no cree en “bondades” ni, claro, en el “servicio a los demás”. No cree en la existencia de un instinto del conocimiento como el impulso y la fuerza de la filosofía. Muy al contrario proclama –cuando no insinúa– que otro instinto más perverso hace del conocimiento (o como él mismo aclara, del desconocimiento) su medio más efectivo para someter y tiranizar al tiempo que nos conduce a una determinada moral, a una calculada perspectiva. A una preparada recua.

Aunque también –hay que decirlo– el filósofo de marras no niega la existencia insólita de tal instinto cognoscitivo en los nobles y auténticos espíritus goethianos (amantes la vida), en quienes se deja columbrar  –cuando no se manifiesta de manera patente– muy desinteresadamente. Una prueba de ello sería, según este agresivo precursor del psicoanálisis, que sus verdaderos intereses se hallan, de común, en otros lugares poco comunes del conocimiento (la familia, el trabajo o la política, por ejemplo).