jueves, 4 de noviembre de 2010

EL NIETZSCHE QUE ME SACÓ A MARX

En una de las paredes sucias y despintadas de mi habitación (donde muchas veces me preparé para la revolución y donde no pocas ingenuamente intenté hacer el amor) colgaba un hermoso cuadro de la imagen de un guapo y fino señor que fuera considerado por el mundo entero, según me lo hizo saber mi desquiciado profesor de sociología, el pensador más grande de los últimos tiempos, más precisamente, del segundo milenio. Me refiero, pues, a la fotografía del ciudadano internacional de Tréveris, el panzón Karl Marx.

Estaba pintado en blanco y negro, con trazos suaves y finos; una auténtica fotografía que evoca mi paso lamentable por los colegios nacionales. Y no solamente porque el colegio me lo presentó, sino porque lo pinté para un concurso de periódicos murales interclases, en el meolvidegésimo aniversario del colegio. Empotrada en la pared de mi cuarto durante más de un quinquenio, el acomodado y culto Karl Marx era Carlos Marx para mí.

A mis 15 años tuve ocasión de conocerle, como digo, en el colegio, en las sesiones del curso de historia universal. Ni bien me enteré que sus obras eran, en síntesis, un programa para organizar a la clase proletaria en aras de la revolución, o lo que es lo mismo, de su liberación, me cayó simpatiquísimo, como calzoncillo nuevo a la medida. Siempre que me hablaban de él me lo imaginaba como a un Jesucristo (muy subido de peso) haciendo política; mostrando desgarro y aflicción por la miserable situación en la que veía vivir a esa recua de obreros por los que sólo sacó la cara y los pensamientos, cuando lo que promocionaba eran los puños.

Caricatura de Omar Zevallos
Una porquería de casa carente de los servicios que llaman básicos, una madre deambulando con sus golosinas y sus llantos, un padre albañil en constante espera de cachuelos y alegrías, unos hermanos de papel ultrajados por la miseria, unos profesores con viejos rencores y aflicciones, un poco de envidia reprimida y un mucho de sueños hiperfrustrados, resolvieron, sin que tenga clara conciencia de ello en aquella pueril ocasión, mi franca adhesión a ese asurador programa, a ese agitador embeleso adolescente.

En aquella época, yo, hecho todo un prosélito marxista (nada más que en el sentido emocional de la palabra por si acaso), tenía a la política como mi inexorable destino. Eso era el señor Marx para mí, ni más ni menos que actitud política; es decir, interés por acomodar el mundo al gusto de los que vivimos “mal” aquí y ahora, al gusto mío. Cada que me doy una vuelta por mi lote apostado en ese complejo de pueblos jóvenes bañado en polvo y sin agua potable a la mano (Cono Norte le llaman), le recuerdo clarito. Hacen falta tantas cosas, tantas cosas.

Pero ahora, cada que le leo, me lo imagino rechoncho, grasiento y de finas posturas. Sumamente ocioso, no haciendo otra cosa que leer y pensar, oyéndole hablar del trabajo, a él, nada menos que a él que nunca supo lo que es trabajar, que siempre vivió mantenido y a expensas de sus amigos. Me lo figuro hablando de la triste situación de los obreros, a él, que se dedicaba a despilfarrar el dinero que se le proveía, a él, que nunca trabó amistad con uno sólo de los obreros.

Siente ensayos de interpretación de la realidad peruana es el rótulo simplón de un libro viejo y sucio que, azuzado por mi engatusador marxismo, adquirí en uno de esos lugares informalísimos que conocemos como cachina. No olvido que después de un intenso y fracasado regateo resolví comprarlo por la franca adhesión que me causaron las seductoras advertencias que el autor, don José Carlos Mariátegui, hizo prosperar ante mí, tacaño e iluso lector: “Mi trabajo se desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberada, de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente. Muchos proyectos de libro visitan mi vigilia: pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me ordene. Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de –también conforme a un principio de Nietzsche– meter toda mi sangre en mis ideas.”

¿Quién es este tal Nietzsche al que, en lo más fundamental, se remite nada menos que este señor que tengo por auténtico marxista y camarada mío? Tal fue la hermosa inquietud que me asaltó desde el primer momento, inquietud a la que le debo la descomunal dicha de estar en estos momentos frente al lector al través de este post.

En plena búsqueda me dijeron que el tal señor Nietzsche fue en teoría lo que el señor Hitler en la práctica. La cosa se puso más interesante aún. Hitler, Adolf Hitler, el Führer, el más grande estadista que me había señalado la historia de los vencidos, y cuyos cojones desde siempre y sin saberlo habían perturbado secretamente mis melosos ideales de justicia, garantizaba dicha búsqueda. Según se me informó aquella vez, Nietzsche era algo así como el forjador de un evangelio de la delincuencia, el crimen y el terror. Un hacedor de reos y barras bravas. Con su frente amplia, sus ojos hundidos, sus menudas orejas y su bigote de brocha, me lo imaginaba como al patrón eventual de mi padre: colérico, renegón, amargado.

Hoy, pasado el tiempo, le tengo como el más grande justificador de conductas, como la dinamita en los libros de filosofía, como el Führer entre tanto político barato y de segunda mano. Ahora sé que lo que les vinculaba no solamente era la Alemania que querían, sino también el honor con que se entregaban a esa causa. A tiempo de conocerle pues, he de confesar que me arrimé a su violenta filosofía, sencillamente porque él me significaba una perfecta excusa (la más perfecta, la más razonable) para dar rienda suelta a lo que se llaman mis bajos (y altos) instintos. En suma y para acabar con esta perorata, si el señor Marx significaba (repito, significaba) para mí actitud política, el señor Nietzsche –más bravío y malcriado que el anterior–, es actitud ética. Si el primero era independencia, el segundo es libertad. Ante la insurgencia de un lobo como Nietzsche, Marx se quedaba atrás, muy atrás, como una perversa oveja negra.

8 comentarios:

Rogger dijo...

YO AÑADIRIA, NO SÓLO EL TE SACÓ A MARX, SINO QUE EL QUE TE METIO A HITLER, LO CUAL YA ES INCONCEBIBLE.

EL OTRO KELSEN dijo...

Ya tendremos ocasión de hablar de Hitler...

EL OTRO KELSEN dijo...

Por el momento digamos que Hitler se mete solo...

Anónimo dijo...

qqqqqqqqqqqqqqq

Anónimo dijo...

hola man no sabia q tenias bloc pero lo tienes bien. lo unico q me parece horrible es q llames a hitler un gran estadista???????????????!!!!!!
q paso????????????????

SOLIPSISTA dijo...

¡ENTÉRENSE DE ESTAS Y OTRAS BARBARIDADES SÓLO, AQUÍ EN CONTRANATURA!

EL OTRO KELSEN dijo...

No llamar a Hitler gran estadista es como no llamar a Maradona gran futbolista. Maradona te puede caer pésimo como persona o como lo que quieras pero no puedes dejar de reconocer que fue un gran pelotero. Lo mismo con Hitler. Aquí nadie está defendiendo sus crímines, sólo estamos describiendo su gran capacidad para sacar a Alemania de sus ruinas, aunque luego, para mal de los alemanes y el mundo, lo volvió a sumir en la más cruenta desgracia... Así que de ahí a defender sus crímines estoy harto lejos, harto lejos. Decir que fue un gran estadista sólo es la constatación de una realidad, lo que no quiere decir que justifiquemos sus crímenes, claro que no. Las lecciones están aprendidas. Tengo secundaria completa para por lo menos saberlo.

EL OTRO KELSEN dijo...

Espero haber despejado en algo tus sorpresas estimado anónimo.